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Los libros manuseados


Me gusta pensar que los libros que leemos se quedan con una parte de nosotros. Una frase subrayada, un pos-it para evitar el lápiz que nunca se borrará, una esquina doblada, un marcapáginas olvidado, un nombre escrito en la primera página, el tique de un regalo, el perfume inconfundible de la chica a la que presté el libro. Todos esos detalles son pistas para reconstruir un instante, un billete para viajar en el tiempo. Encontré por azar uno de estos billetes en un libro de la cuesta de Moyano, “Sociología”, de Leopold von Wiese. Lo editó Labor en 1928 y un día perteneció a Ignacio Aracil. Después se convirtió en un libro manuseado, esa palabra portuguesa que define tan bien a los libros de segunda mano. Junto a su nombre común y su apellido inolvidable, Aracil escribió en la primera página del libro una fecha: IX-37 y dejó entre sus páginas un modesto marcapáginas: un billete morado de la SOCIEDAD MADRILEÑA DE TRANVÍAS INTERVENIDA POR EL ESTADO.

El tiempo ha convertido ese billete de 15 céntimos en un billete de valor incalculable, un frágil pedazo de papel repleto de preguntas: ¿Quién fue Ignacio Aracil? ¿Cómo era su vida en el Madrid de 1937? ¿Sobrevivió a la guerra? ¿Fue el último lector de este libro? ¿Cómo acabó aquel libro allí? Una batería de preguntas sin respuesta apretujadas en un pedazo de papel. En las páginas de mis libros encuentro de vez en cuando una entrada de cine casi ilegible, un billete de metro con el precio en pesetas, una carta de un tiempo en el que el correo funcionaba sin electricidad… y con estos pedazos reconstruyo durante un momento un puzle incompleto del pasado, antes de volver a cerrar el libro con su tiempo manuseado. Un gesto nostálgico del que los lectores digitales estarán siempre a salvo.

Pd. (16/2/15): Sin comentarios (vía @libreros)

Hija no se tocan los libros

Pd. 2 (17/2/18): Os invito a leer ‘En la biblioteca del azar‘, el hermoso artículo que Muñoz Molina ha publicado hoy en Babelia recordando sus escarceos en los puestos de viejo del Upper West Side de Manhattan, en la feria de usados que se instala en el centro de Lisboa cada sábado, en las cercanías de la librería Bertrand, y, ahora, otra vez, en la Cuesta de Moyano, esa que tantas veces visité hace muchos años.

Pd. 3 (13/4/23): Alfonso Riudavets, el librero que aparece leyendo en una de las imágenes de esta entrada, murió este domingo, a los 89 años de edad. Ya estaba allí, tal y como le retrata la foto, cuando descubrí la Cuesta de Moyano a principios de los año noventa, y siguió allí cuando dejé de ir. Hoy, en las cartas a la directora, Francisco Javier Barbado Hernández le recuerda así: «Confieso que soy bibliófilo, oteador impenitente de libros desde la adolescencia en la madrileña Cuesta de Moyano. Alfonso Riudavets, librero de viejo y de lance, decano y símbolo de la Cuesta, ha muerto. En la caseta número 15, siempre estaba, con su guardapolvos azul y visera gris, aire circunspecto, sentado en una silla de madera delante de su fascinante montonera de más de 3.000 libros. Conocido como el librero que más libros ha vendido en España y por su particular colección de más de 30.000 libros sobre libros. Detrás de su máscara hostil ocultaba gran ternura y amor a los lectores. Sus fieles acólitos, gente heteróclita, muchos enfermos del libro, nos hemos quedado huérfanos. He visitado a don Pío Baroja, eterno vigilante de la Cuesta, y he visto con estremecimiento inefable sus lágrimas lentas y lánguidas en sus ojos de bronce«.

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