La propiedad es el robo. Esta frase debería tener comillas. Sin ellas, es una genialidad robada. Es muy fácil encontrar a su autor, así que mangarla y pretender ser original es un acto inútil.
La red que nos comunica ofrece un escaparate lleno de tentaciones. Copiar y pegar, y ya hemos resuelto el reto de enfrentarnos a la página en blanco, como universitarios vaguetes, periodistas entumecidos o escritores secos.
Charo González Casas y Miriam Márquez, dos escritoras amigas, me han contado que han plagiado sus obras. Balance del robo: una obra de teatro y un relato hiperbreve. Están dolidas y no les convence saber que el plagio es siempre un acto de admiración y no sólo de codicia.
De las acusaciones de plagio no se salvan ni Cervantes, ni García Márquez, ni Valle, ni Umbral. Lees la lista de presuntos plagiadores y plagiadores indudables y parece una selección de los mejores autores de la literatura universal. Recordar el nombre del plagiado o del acusador es mucho más difícil.
A veces nunca lo sabemos. Nuestra industria editorial ha hecho millonarios a escritores que tienen su equipo de negros, escritores sin nombre que trabajan para que a César le den lo que no es de César o a Ana lo que tampoco es de Rosa.
Pero a veces hay plagiadores originales, ladrones que convierten su hurto en un acto creativo. En el universo de la plagioteca he descubierto una máquina poética que nos permite robar a Lorca y generar a partir de sus versos un nuevo poema.
Si nos sentimos culpables, siempre podemos convertir nuestro folio en blanco en una pizarra escolar y, como Bart Simpson, escribir 200 veces: Nunca más volveré a plagiar, nunca más volveré a plagiar, nunca más volveré a plagiar…