Ahora que sé que tú no me lees, oculto en esta página entre el confenti y el ruido de las barras y estrellas, lo confieso: siempre he sido un pésimo lector de poesía. Leí sólo por ellas.
Mayte me descubrió a Benedetti; Verónica, a Ángel González, y Gilda, voladora inalcanzable, me confirmó que, sin saberlo, siempre he perseguido a las mujeres que enamoraban a Girondo. Leyendo su vida, palpando las palabras de su blog como un ciego que lee braille, me lancé a leer a Oliverio y descubrí que muchos años antes había escuchado sus versos en ‘El lado oscuro del corazón’, esa película que sólo prohíbe la indiferencia.
Ahora que vuelvo a mirar al suelo, intento romper mi utilitarismo poético. Sin voladora mediante, he descubierto a Alejandro Céspedes, el hombre que “quisiera no ser yo, y burlar al traidor que está dentro de mí y está venciendo”. El hombre que una vez se sintió tan libre como para inventarse los nombres de los días.
Toda la poesía de este creador de verso libre acaba de aparecer en un libro casi de bolsillo, ideal para escapar del paisaje idéntico que nos lleva del trabajo a casa y de casa al trabajo, hoy, mañana, ayer.
No hay mujeres voladoras en Céspedes y sí la soledad atronadora de los versos de Biedma, el poeta que descubrió que quería ser poema. He caminado sobre sus andamios de humo dando saltos, viajando en la máquina del tiempo que es cualquier antología. Y me ha gustado. Pero, ahora que sé que tú no me lees, repito mi advertencia, yo, soy un pésimo lector de poesía.
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